Todavía corre en el aire esa electricidad. Como de un suspiro lejano o el grito de alguien desgarrándose en las profundidades. Una sensación íntima, irreproducible, se hace cada día más presente. Porteadora de los misterios, esta sensación amenaza con socavar los cimientos de este cuerpo insolente y fundir el todo en la nada.
Naufragando en la razón indagamos en misterios que nada tienen que ver con el juego de letras que podamos llegar a conjugar y del cual sacamos conclusiones insustanciales. En tanto “resolvemos” el asunto el barco se hunde sin remedio a las profundidades de la superficie. Tenemos la costumbre de convencernos que de generación en generación nos consolidamos como los grandes traductores de la realidad. Pero esta realidad no puede ir más allá del lenguaje. Es Intrascendente. Puramente artificial. Porque la existencia es muda, este es un mundo sin palabras, está ahí, acá y allá (nos quedamos cortos). Ahora ya no un mundo sino tantos como gentes y mentes y tan solitarios como ellos. Buscamos definirnos y redefinirnos constantemente en límites puramente arbitrarios (¿objetivos o subjetivos? no tiene importancia). Construimos los edificios del futuro en los cimientos del pasado y el presente parece un bache en el camino.
Corre por mis venas un hormigueo sutil, pero constante. En cada célula la expectativa, la tensión de aquello que sabemos en lo profundo es irreversible.