yo, la habitación



  No era ni siquiera capaz de distinguir entre el calor de mi cuerpo y el frío de la habitación circundante. Sentía como cada paso en mi corazón pulsante coincidía con cada vibración del suelo subyacente a mis pies. Al final, ya no supe sentirme latir.
El epicentro estaba en algún lado. Estaba en algún lugar entre ambos y en ningún lugar a la vez.
  No había un ritmo regular, ni evidencias de un tiempo vertiginoso arrollante. Reinaba un dinamismo arrítmico e impredecible de sucesos absurdos que se montaban unos a otros con increíble sincronía y perfección. Como volutas de humo, se entremezclaban y entrelazaban disolviendo mil realidades en una simple corazonada.
  La existencia era tan basta que los recuerdos de una vida se soltaron, desapareciendo en una nebulosa atómica entre las uñas de mis dedos agarrotados.
  Cualquier verbalización que podría haberme definido, culminó con la certeza de que mi auténtica responsabilidad es éste instante de lucidez vital y absolutista. Resolví ser un huérfano de las circunstancias, caminando de la mano del azar y de la sorpresa, en calles sin asfaltar y de veredas salvajemente descaminadas.
El silencio me poseyó y esquivé magistralmente las indirectas. Cual planeador rampante entre cometas kamikazes.
  La atmósfera secular cobró vida, me abrazó completa y amorfa y se fundió en mis pulmones, mi sangre. Ya no respiraba. El aire se quebraba, chorreaba e irrumpía en mi cuerpo meditabundo. Me gritaba verdades, aunque una sola, despojándome de la corrupción mental que aplastaba mi alma individual.
  Fluyó por mis venas despeinándome rasante y mortal ante un público vacilante e incrédulo.
  Yo el aire, me contorsionaba helicoidal por la habitación cúbica, redoblando las paredes y redefiniendo la arquitectura de las rajaduras. Corría en el polvo levantando y arrojando sueños estériles contra las paredes de la decencia y me escurría por las tablas de la puerta susurrando sinfonías entre las ventanas desencajadas.
  Empecé a recorrer paisajes inhóspitos de praderas pobladas de monolitos gigantes y bosques de copas cristalinas. Catedrales enteras tomadas por helechos anarquistas y oradores de lo conocido se erguían en el seno de pueblos anónimos, célebres por sus esquinas rectas y columnas curvas al viento. El cielo azul-rosado se volteó y empezaron a llover océanos, miles de ellos solapándose. Mientras la barcaza de mi realidad se hundía en nubes púrpuras, de mi voluntad soplaban los vientos que me mantenían en vuelo crucero hacia los recintos del sol poniente.
  Dejé de mirar y de reconocer objetos por su forma, hasta dejé de recordarles los nombres. El brillo, los matices, las figuras, nada tenía comparación. La amnesia de un pasado me abría el presente y eludía el futuro con tal gracia que no pude dejar de reírme siempre. Todo se renovaba con cada segundo, nada se repetía. Florecían nuevas formas ante mis ojos y con cada parpadeo se disolvían unas a otras. Pétalo tras pétalo la experiencia me maravillaba. Los colores multifacéticos se transformaban en ultrasonidos rituales que explotaban en un frenesí de gustos agridulces y carnavalescos.
Las murallas se retorcían como serpientes moribundas. Desladrilladas por los golpes, resistían hasta el fin los embates frontales de la certeza y los elementos.
  En el ambiente un tono emocional decadente tenía la fuerza implícita que caracteriza a quien quiera verse morir para volver a nacer. Las lágrimas empapaban la tierra reseca por el olvido y movilizaban los suelos pendiente abajo.
  El cordón se desató, ya no había un suelo de donde plantarse.
  Logré asirme del último pináculo de mi consciencia y estiré los brazos. Mientras trataba de hacer pie en el aire pude palpar, un instante, la espalda de mis deseos más recónditos.
  Se despertaron ante mí, me sobrepasaron, me atravesaron.
  Sin reconocerme jamás, gigantes e incompletos, se voltearon y siguieron de largo por el tobogán de la rutina formal.
Se alejaron enceguecidos.
Me deslumbraron.
  Los vi caer a lo lejos, faltos del impulso primordial de un anhelo futuro y se derrumbaron pudrientes en la vereda final.
Me miraron y me vi.
Ahí estaba
para entonces
renaciendo entre la podredumbre, las risas y los cánticos.




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Tras bambalinas